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De Complesa al Anxo Carro. Fútbol desde el otro lado

por Borja García Varela 3 noviembre, 2020
Complesa lugar de fútbol
Tiempo de lectura: 8 minutos

Cuando era pequeño no iba al CD Lugo con mi padre, pero iba al fútbol igualmente cada domingo, iba a Complesa. Toda mi ilusión era que allí estuviera Cristian, el hijo de Miguel, para poder jugar con él y correr por la banda o por detrás de la portería con un balón de los que utilizaban los mayores; o intentar atajar balones en el descanso debajo de un arco tan inmenso que, en proporción con mi estatura actual, hoy en día mediría cuatro metros y pico de alto por sabe Dios cuántos de largo. Tarea imposible parar nada allí. Pero era igual, eran esas cosas que nos hacían sentir electricidad en el cuerpo y nos llenaban el pecho de alegría; eran esas cosas que a los niños no nos hacía falta encontrarle el sentido porque simplemente nos gustaban, nos daban vida; eran esas cosas que tantos recuerdos grabaron a fuego con tanta fuerza en nuestras cabezas que todavía somos capaces de sentirlas hoy día. 

No recuerdo ir con mi padre al Ángel Carro (de aquellas era más ‘ángel’ que ‘ancho’) demasiadas veces. Es más, no recuerdo que me hubiese llevado alguna vez. Me extraña no haber visitado nunca el Estadio do Miño a lo largo de mi niñez, ese del que ahora presumo con cierta petulancia. No dudo haberlo hecho, pero la intensidad de esos recuerdos no es la suficiente para que asomen la cabeza cuando voy a mi archivo mental y busco vivencias con la etiqueta “fútbol cuando era pequeño”.

No lo recuerdo porque para mí el fútbol de verdad no se jugaba en aquel Ángel Carro negro, lleno de cemento y decolorado. El fútbol bueno se jugaba cada domingo en el campo de Complesa, en Nadela, en un cercado de tuberías de hierro a la altura de la cintura al que mi hermano y yo acudíamos con tanta alegría como ilusión. Ya no recuerdo como era el parking antes de una remodelación que sí recuerdo. Solo sé que para llegar al verde había que atravesar un pasillo cubierto entre dos naves terriblemente ancho y que al final, a la izquierda, estaban los vestuarios en una de ellas. El campo estaba donde está todo en todos los sitios: al fondo, a la derecha.

Con el ocho a la espalda: Antonio García. Central rudo, fornido y lento (pero más rápido que su compañero), con mucha clase a la hora de sacar el balón jugado, siempre con la mirada al frente. Los años y los kilos lo fueron retrasando hasta el eje de la zaga, pero lo hacía tan bien que Manolo Sanchís a su lado era un central corriente y moliente. Además mi padre era el mejor del equipo, ¡qué otra cosa podía decir su orgulloso hijo mayor! Lo afirmaba entonces con aquella inocencia tan dulce y lo mantengo hoy en día con conocimiento de causa. Era el mejor, no había otro como él (¡qué otra cosa puede decir su orgulloso hijo mayor!).

…pero descubrí que si le dices lo que no debes a un árbitro te puede mandar a la calle sin necesidad de que le pongas los tacos en la rodilla a nadie.

Aunque una vez lo expulsó el árbitro con el partido ya acabado, saliendo del campo. A mí me extrañó mucho porque no encontraba sentido a que pudieran expulsar a alguien sin estar jugando, pero descubrí que si le dices lo que no debes a un árbitro te puede mandar a la calle sin necesidad de que le pongas los tacos en la rodilla a nadie. Luego, de camino a casa en nuestro Ford Orion plateado, que todavía recuerdo con todo lujo de detalle, me explicó no sin cierto sofoco que le dijera “hijo de puta” al árbitro y que aquello estuviera muy mal y que no se podía hacer. Ay, esos calentones, Toñito.

Me acuerdo de de la Autoescuela Breogán, portero y hombre de paz. Recuerdo que era pequeñito pero muy ágil. Era un tipo calmado que no perdía la compostura y que tenía los ojos grises, a juego con su pelo. Me gustaba . También me acuerdo de Moncho, el fontanero bigotudo, que jugara una temporada también de portero pero luego se marchara, o lo dejara. De López, siempre desaliñado, despeinado y con la barba de dos días y la medias bajadas. Hacía de entrenador-jugador y jugaba poco. Lo recuerdo cansado y cascarrabias, bien gritando, bien mascullando entre dientes. Llevaba el dos. Detrás suya aparece en mi cabeza Pepe Illán calentando por la banda con su camiseta rellenada con los kilos de más, mucho más elegante, fino y pausado que López. De Carlos Casanova recuerdo que chillaba mucho pero que siempre sonreía. A Carlos lo conocía de la piscina y la verdad es que siempre me cayó bien. Recuerdo a Miguel, el policía, con sus rodilleras, sus muñequeras, su barba y su pelo rizo y recuerdo a un tío que llegara cuando yo era ya más mayor que se llamaba Crivillé y que marcaba goles como churros. Era poco menos que Zamorano.

García, quinto de pie. ¿Alguien conoce a esta gente?

Una vez se cayera un balón en un foso que había un poco más atrás de la portería de y hubiera que rescatarlo entre todos porque se quedara enterrado en la porquería que había allí (rescatar a , no al balón, que también). Compañeros y rivales encontraron unos hierros largos para que se agarrase y así poder tirar de él, pero no hubo manera. Ante la urgencia de la situación, improvisaron una cadena humana para acabar sacándolo hecho unos zorros, como era de esperar. Al foso se podía bajar porque no había nada que lo impidiera. Las paredes eran de tierra, sí empinadas pero no verticales y con las botas de tacos se podía escalar por él con cierta pericia. Pero lo que nadie sabía era que la porquería del fondo no era consistente y te atrapaba. Las cosas de la seguridad laboral de los noventa. Yo, lógicamente, se lo conté a mi madre cuando llegué a casa, ¡menudo acontecimiento!

Mismo fútbol, otra óptica

Me gustaba el fútbol de barro que veía en Complesa, eso no puedo negarlo. El fútbol más underground, sucio y lento pero auténtico, con esencia y vida. Ese en el que escuchas los gritos y los golpes; en el que escuchas ese ruido sordo que resulta de un balón cuando golpea el guante de portero tras un remate seco y sin compasión. Un ruido bien escuchado puede hacerte sentir sucio, como el chof, chof, del propio portero pisando el lodazal de su área pequeña con sus Adidas Copa Mundial amarillentas, atadas con una vuelta de los cordones por debajo de las mismas. O puede hacerte daño, como el cachete que se dan dos rivales en el centro del campo mientras se enzarzan en un balón dividido. Porque sí, el fútbol de verdad se escucha. 

Barahúnda. Me gusta esa palabra. Define a la perfección el ruido desordenado que generan muchas personas jugando en un trozo de tierra. Grito por aquí, grito por allá, ahora un golpe, reproches, insultos, mogollón de gente sin sentido en el centro del campo, el que chilla más sobresale e impone. ¿No hace temblar una bronca desmedida de un compañero a otro?

Efectivamente, ese fútbol es el mío, aunque nunca fui mucho de embarrarme como papá. No es que yo fuera de los más zotes con el balón, pero nunca acabé de pillarle el punto. También era más sibarita que él, la verdad: no me gustaba ni andar a golpes ni mojarme. No le encontraba contraprestación suficiente. A mí lo que me gustaba era contar las historias y describir lo que había pasado en el partido de la Milagrosa de veteranos de papá en Complesa (viéndolo desde el campo, eso sí, pero bien abrigadito y resguardado).

Un ruido bien escuchado puede hacerte sentir sucio, como el chof, chof, del propio portero pisando el lodazal de su área pequeña con sus Adidas Copa Mundial amarillentas, atadas con una vuelta de los cordones por debajo de las mismas.

Siempre viví el fútbol desde el otro lado, pero eso no era excusa para no sentirlo. Aunque también jugué. Mis actuaciones más destacadas eran en el recreo o antes de las clases. Disputábamos hasta tres partidos de fútbol simultáneos en el mismo campo de fútbol sala. Solía compartir portería con Abelairas, que era niño un año mayor que yo. Cuando uno paraba, el otro se apartaba y si los balones venían juntos, pues sálvese quien pueda y pare lo que a usted le convenga. Luego escribía que al estar atento a mí jugada, una pelota de tenis de otro de los partidos que se estaban disputando a la vez me había dado en un ojo con las lamentables consecuencias que aquello conllevaba.

Y fue pasando el tiempo y muchos años después, una tarde de un horroroso calor, me quedé sin las entradas de uno de los partidos que marcarían un antes y un después en el devenir del CD Lugo y también el mío propio. No sabía que aquel postpartido me iba a conmocionar de tal forma. Desconocía por completo que aquella comunión entre equipo, grada, banquillo y derrota traducida en cánticos perpetuos desde el césped lleno de una humedad sofocante fuera a despertar tanta pasión y fuera capaz de reforzar -de qué modo- mi aletargado vínculo con un escudo y unos colores.

Ha pasado tiempo, miles de artículos y hasta un documental desde aquella tarde y ahora aquí sigo, hablando de fútbol desde el otro lado. Ahora mismo viendo partidos sin público en el ya Anxo Carro. Sin público, sin tambores, sin aplausos y sin cánticos. Sin ver las reacciones de la gente cuando un árbitro pita un penalti en contra o le enseña la tarjeta amarilla al entrenador. Sin ver cómo saltan y se abrazan cuando marcan goles. Sin escuchar que el “Lugo somos nós” o “¡Adelante CD Lugo!”. Sin las cañas de las previas y sin las cañas de los postpartido en el Boni. Y es triste. Es triste porque los motivos que llevaron a tomar esta decisión son los que son y todo esto ya no está.

Pero el fútbol sigue, sí, y personalmente me siento afortunado de poder seguir viendo al CD Lugo desde la tribuna de prensa. Un poco más triste, claro, pero reconozco que el fútbol sin gente tiene también su aquel. Tiene otra magia. A mí me gusta.

Tráiler del Documental Héroes

Muchos de los ruidos que acallan los cánticos y que ahora sí escucho me trasladan a Complesa, cuando iba a ver a papá. Ese sonido tan gráfico de las botas contra el césped al correr trae a mi mente de nuevo las Adidas Copa Mundial y las espinilleras gordas que se calzaban de aquellas. Gracias al silencio puedo reconocer qué galones tiene realmente cada uno; quien grita: “bien, chavales, vamos”, o quien da lecciones mientras juega: “Sigue, sigue ahí, bien. Cuidado detrás”. Escuchas al colegiado afirmar que el golpe que le dieron a ese jugador que aullaba en el suelo como resultado de un leve contacto no era para tanto y adviertes los tonos de unos y otros en los barullos que se improvisan luego de ese leve contacto. Autenticidad, esencia, vida.

Sí, con silencio se ven muchas más cosas, se aprecian muchos más matices y se siente mucho más. No dejo de reconocer que el fútbol es la gente, los aficionados, pero también admito es bonito escucharlo y que, además, soy un privilegiado por poder hacerlo.

Soy feliz viviendo el CD Lugo desde el otro lado, ya sea con gente o sin ella.

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