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El verdadero credo

por Denís Iglesias 14 abril, 2016
Tiempo de lectura: 4 minutos

Uno se enamora de un equipo de fútbol de la misma manera que se enamora de las cosas que quedan para siempre. Sin saber muy bien por qué, sin atender a la razón y movido por una causa accidental. El amor nace en la superficie y es ahí cuando percute con más intensidad, cuando adquiere el nivel de pureza que ciega explicaciones. Cuanto menos sepas de lo que se cuece en la trastienda de tu club, más limpia será tu pasión por él. El deporte se idealiza de lejos y se desmorona de cerca

Enrique Ballester – Infrafútbol  (Libros del K.O)

Uno escoge menos cosas de las que cree. Cuando el uso de la razón te alcanza ya tienes una religión. Un lugar en el que pasarás un alto porcentaje de tu vida. Un hombro al que acudirás a llorar en los tiempos difíciles, y que, salvo excepciones, pertenece a las figuras paterna y materna. Cuando tu cerebrito empieza a dar señales de vida reales, también tendrás un equipo de fútbol, el otro gran credo de nuestra era.

La fe me vino dada de color blaugrana. El apóstol fue un tío al que le debo grandes tardes de balones contra los muros de la casa de la aldea. Era de los pocos que se animaba a alimentar el sueño que todo crío tiene: ser un astro da bola. Había jugado al balonmano y al fútbol en conjuntos como el Sagrado Corazón. Lo dejó por lesiones encadenadas, a pesar de sus buenas maneras para ambos deportes. Era un nadador frustrado, porque mi abuela le había prohibido tomar clases por miedo a que se ahogase. Pero lo que sí consiguió es que su único sobrino por aquel entonces se enganchara del Barça post-Cruyff, misión nada fácil.

La fe impuesta conllevó años después un sinfín de camisetas de ídolos exabruptos como Luis Figo o Javier Saviola. A su lado, en la vitrina de los recuerdos incómodos, pósters de Marc Overmars o Simao Sabrosa. El panteón de la muerte, visto con perspectiva. Todo ello bañado por un mar de lágrimas infantiles en una clase en la que ser acólito de los del Camp Nou era admitir que eras una especie en extinción. Luego todo cambió. Los que nacimos intentando buscarle el sentido a la Copa de Europa de Wembley recibimos una justa recompensa con el mar de éxitos de Josep Guardiola. Pero para entonces, algunos habíamos perdido la complicidad con este nuestro amor, el único que conocíamos.

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Una de las imágenes más bonitas que pueden verse en un estadio. | Foto: Xabi Piñeiro-LGV.

El mismo tío que me tatuó a fuego el escudo barcelonista me había animado a bajar al Anxo Carro. Porque ante todo, él es un amante de este deporte. Me enseñó los nombres de Melo, Borge y ensalzaba domingo sí, domingo también, a los hermanos Murado, que eran oriundos, como nosotros, de Riotorto, terra de ferreiros, periodistas, actores y, también, futbolistas. Pudiera quedarse esto en una anécdota, pero acabó convirtiéndose en una pasión, esta vez, elegida. En plena adolescencia uno empieza a aborrecer los ídolos de la infancia, se distancia de ellos y comienza a afianzarse en nuevas doctrinas. Los hay que abrazan el marxismo-leninismo, otros el Ballantine’s y a algunos les da por los aros y tatuajes. En mi caso, la fe dispersa fue a parar al CD Lugo. Y hasta ahora.

Esta historia se reproduce en un alto porcentaje de los asientos del Anxo Carro. Intercambie Barcelona por Real Madrid, Atlético o sucedáneos y modifique los protagonistas. Nadie debe arrepentirse de esta situación. Estos colores primarios seguirán desencadenando un éxtasis temporal que surge en las grandes citas europeas. Querrás que gane ese conjunto por el que matarías con menos años. Lugoslavia es un vivo reflejo de ello. Se ha convertido en la perfecta fusión de todas estas realidades, como tantas otras peñas del Lugo. Son la emanación de un sentimiento más puro, el que se profesa hacia el club de su ciudad (de nacimiento o adopción), aquel que logra ponerla en su sitio.

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Una pequeña gran familia. | Foto: Xabi Piñeiro – LGV.

En esta creencia tienen lugar los que poseen un año o treinta de carnet. Esta pequeña gran familia rojiblanca se ha convertido en un elemento fundamental de una categoría como Segunda División, que le da mil vueltas en competitividad a la añeja Liga de las Estrellas. Con los del feudo a las orillas del Miño suceden cosas maravillosas. Podrás tocarle la mano a tu portero, ver los gustos culinarios del mediocentro en el Gadis o compartir cerveza en la barra de As Landras con el delantero centro. Los golpes de la fe impuesta seguirán haciéndote cosquillas, pero la vía al placer futbolístico está mucho más cerca. Por eso es un orgullo ver que muchos niños bajan al campo y disfrutan de un club profesional del que casi seguro nunca se separarán.

Porque ser del Lugo, a estas alturas, es un auténtico privilegio. La masa social de este equipo navega por un momento único que no debe ser despreciado. Los de ahora, y los del pasado, han de valorarse. ¡Cómo no tener en cuenta a Quique Setién y la misiva que dejó en su última visita a Lugo! “Llegará el día en que también me siente en la grada del Ángel Carro a ver el equipo que vi crecer e hizo todo esto”, afirma. Sin el cántabro sería imposible entender lo que a día de hoy es el CD Lugo, al igual que dentro de unos años resultará obligado acordarse de José Durán y Luis Milla como componentes de la continuación de una era única en la que la urbe donde nacimos creció más allá de su ritmo y sus posibilidades. Y sí, por culpa de un balón que rueda y tíos que le dan patadas al mismo, como dirían los simplistas, profanos y ateos de una fe permanente hasta después de la muerte.

N.B: este artículo surge tras una conversación en la Parrillada Vilacoba, un bar, donde nacen todas las buenas historias, como Lugoslavia, que es, ante todo, un cúmulo de amigos. De diferentes credos impuestos pero que vieron en el Lugo un modo ideal de vivir el fútbol a pie de campo, donde se ve tal y como es con toda su crudeza y euforia.

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